Mucho tiempo ha permanecido en
silencio este blog. Y ojalá lo hubiera estado mucho más. Pero hay
pensamientos que a uno le rondan la mente insistentemente y vale la
pena afrontarlos. Plasmarlos en un texto es a fin de cuentas una
forma de liberación personal.
He de admitir que la crisis sanitaria
provocada por el coronavirus me dejó muy impactado en sus primeros
días. Entendí que tenía que centrarme en hacer mi trabajo lo mejor
posible, lo que, entre otras cosas, consideré que implicaba atenerme
a los protocolos cambiantes día a día. Estoy plenamente convencido
de lo poco útil que es perderse en opiniones y matizaciones
personales en una situación como la que estamos viviendo.
No solo he procedido así en lo
profesional. Desde el primer momento traté de distanciarme de las
opiniones, interpretaciones, bulos y demás despliegue de
informaciones que me llegaban tanto a través de medios de
comunicación como de las redes sociales. Pensaba que una vez que
esto pase (no sabemos cuándo, pero pasará) ya habría tiempo para
analizar y sacar conclusiones. Pero, tras estas semanas en “estado
de alarma”, van surgiendo ya esas reflexiones que habrá que hacer
para el día después.
En
el mes de febrero hubo varias circunstancias en mi entorno
profesional (aplazamientos en listas quirúrgicas del día,
solapamientos inaceptables de actividad privada y pública…) que me
llevaron a iniciar un texto en el que retomaba un tema recurrente
para mi: el hospitalocentrismo de nuestro sistema sanitario y la
ineficiencia de la gestión hospitalaria. En esos días ya estábamos
conviviendo con el virus, no solo informativamente, también en la
actividad clínica diaria, como hemos deducido a posteriori. Ya se
presentía, aunque no desde luego con la dimensión que ha alcanzado,
que la capacidad de atención de los hospitales podría verse
saturada. El caso es que pensé que no era un buen momento para
ahondar “heridas” dentro de nuestro Sistema Nacional de Salud, y
me olvidé de aquel borrador.
Como digo, los acontecimientos
posteriores, así como alguna de las publicaciones que han ido
apareciendo, me han convencido de que en febrero, sobre todo en las
últimas semanas, y, por supuesto, en los primeros días de marzo,
estuvimos atendiendo a pacientes portadores de coronavirus que se
presentaban con síntomas catarrales o pseudogripales (por no hablar
de las pérdidas de olfato o de gusto, o ciertas lesiones de la piel,
entre otras muchas manifestaciones clínicas, que ahora vamos
atribuyendo a la COVID-19). Era consciente de que esto podía estar
ocurriendo, y quizás precisamente por esto, porque lo estábamos
abordando con total normalidad, le resté trascendencia. Me
equivoqué: estábamos viendo casos esporádicos que constituían la
punta del iceberg que se nos vendría encima cuando se pusiera de
manifiesto la enfermedad en una gran cantidad de personas entre las
que el virus había circulado.
Muchos
nos hemos equivocado: el gobierno, muchos gestores de la sanidad
pública, tantísimos profesionales de la sanidad, también los
epidemiólogos. Es cierto que se debían haber prohibido antes los
actos masivos, y restringir la circulación de personas. La cuestión
es cuándo. Si se hubiera hecho en febrero se habrían evitado muchas muertes, pero ¿con qué
argumentos se hubiera apoyado esta decisión? ¿quién la habría
admitido? Es más, ¿a quién se le pasaba por la cabeza semejante
idea entonces?
Estas semanas han surgido por doquier
los que se ha dado en llamar “capitanes a posteriori”. Ellos ya
sabían lo que iba a pasar y sabían perfectamente qué había que
hacer. Lástima que no lo dijeran antes.
Efectivamente,
el gobierno se equivocó al no prohibir las manifestaciones del 8M.
Pero probablemente su impacto en la circulación del virus ha sido
marginal, porque este ya estaba muy extendido en ciertas zonas
geográficas, y las manifestaciones tuvieron carácter local, es
decir no contribuyeron a llevarlo a otros lugares (no podemos decir
lo mismo de quienes organizaron un acto político en un local cerrado
con asistentes de todos los puntos del estado, y con alguno de sus
máximos dirigentes recién llegado del norte de Italia). Cuando
saltaron las alarmas entre el 8 y el 9 de marzo por las consultas
masivas en hospitales madrileños estábamos viendo la presentación
de la enfermedad en muchas de las personas entre las que había
circulado el virus, no el día 8, sino la semana o semanas previas. Y
fue ese pico de incidencia y las medidas administrativas de los días
siguientes los que generaron una diáspora de portadores del virus
hacia otros lugares, lo que probablemente justificaría el gran
impacto que ha tenido la enfermedad en las dos Castillas.
La cuestión es si otro gobierno lo hubiera hecho mejor. Ciertamente es una pregunta retórica, pero solo puedo decir que me alegro de que las
decisiones no dependieran de aquel a quien llamaban “Don Tancredo”
(también conocido por otros como M. Rajoy), que dejaba evolucionar
los problemas a ver si solos se iban atenuando. También me alegro de
que las decisiones no hayan dependido de quienes achacan todos los
problemas a “enemigos exteriores” (ya sabemos, el virus chino) y
todo lo solucionarían con patriotismo (“anticuerpos españoles”)
y testosterona. Afortunadamente
no están en el gobierno esos que tratan de forma miserable de
obtener un rédito político de las víctimas.
Se equivocaron en el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, y, cómo no, su director Fernando Simón. A mi sin embargo me ha tranquilizado tanto su presencia como la de María José Sierra al frente del equipo técnico en que se ha apoyado el gobierno. Su valía profesional está suficientemente contrastada, sus cargos (llamativamente para lo que es este país) no los han alcanzado por adhesiones políticas sino por un prestigio fuera de toda duda.
Se equivocaron en el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, y, cómo no, su director Fernando Simón. A mi sin embargo me ha tranquilizado tanto su presencia como la de María José Sierra al frente del equipo técnico en que se ha apoyado el gobierno. Su valía profesional está suficientemente contrastada, sus cargos (llamativamente para lo que es este país) no los han alcanzado por adhesiones políticas sino por un prestigio fuera de toda duda.
Uno
de los hechos que más me ha desconcertado en estos días ha sido la
crueldad con que se ha atacado a los gestores de los servicios de
salud. Se han jaleado, yo creo que a veces de forma irreflexiva,
opiniones furibundas de personajes mediocres, colaboradores
necesarios durante años en estilos de trabajo desidiosos en muchos
hospitales públicos, cuando no decididos potenciadores de la sanidad
privada a costa del dinero de todos. De la misma manera se ha jaleado
la difusión de imágenes dramáticas de hospitales en las que
aparecían pacientes en condiciones ciertamente lamentables.
Ni
qué decir tiene que la culpa era de los gerentes de turno. Porque no
supieron cuadriplicar los recursos de sus hospitales de la noche a la
mañana, pero también porque no halagaron suficientemente los oídos
de algunos de los trabajadores de su empresa. Y es cierto que tienen
una grandísima responsabilidad para con sus trabajadores, y es
cierto que no hemos tenido los medios técnicos y de protección que
hubiéramos deseado. También es cierto que es suya la
responsabilidad de los cientos de pacientes ingresados, pero no menos
cierto es que también la tienen para con los cientos de miles
confinados en sus casas, muchos de ellos enfermos en seguimiento
telefónico y/o domiciliario por sus médicos de familia. Esos
gestores de la sanidad pública también tienen una enorme
responsabilidad en transmitir un mensaje de tranquilidad a esas
personas, de evitar que cunda el pánico. No se si los vídeos
viralizados y las declaraciones grandilocuentes ayudaron mucho en ese
sentido.
Ahora
se redoblarán las peticiones de “más hospital”, pero yo sigo
negando la mayor. Estamos en una situación totalmente excepcional,
las necesidades extraordinarias de estos días no deben guiar de
forma exclusiva la planificación de recursos en los servicios
públicos de salud. Es indudable que los recortes de los últimos
años han dañado a estos muy seriamente, pero mucho más daño ha
hecho el desequilibrio entre la inversión hospitalaria y en atención
primaria. Solo el fortalecimiento de ésta nos encontrará preparados
para afrontar las necesidades del día a día de nuestros pacientes y
de futuras emergencias sanitarias.
Somos
muchos los que nos hemos equivocado. Pero también somos muchos los
que hemos demostrado que sabemos rectificar, y que podemos cambiar de
punto de vista de un día para otro si las circunstancias así lo
exigen. Afortunadamente para todos (también para ellos) esta crisis
no la tienen que afrontar aquellos de ideas inamovibles, los de las
ocurrencias simplistas para abordar problemas muy complejos.
Mis
mejores deseos de salud… PARA TODOS.