Terminaba la semana pasada
con una referencia al artículo de García Vega en El País del 28 de octubre, en
un suplemento sobre “Los recortes de la salud”. Según se señalaba en el
mismo, “la sanidad deja de ser un derecho
universal para convertirse en una contraprestación por los años cotizados”, y
se busca “excluir a ciertos colectivos y favorecer el aseguramiento privado”,
en opinión del analista en comunicación Enrique Alcat y del portavoz de la
Federación para la Defensa de la Sanidad Pública Marciano Sánchez Bayle,
respectivamente.
Daba García Vega algunas
cifras que hablan por sí solas de la buena salud de la privada, como que el 30%
de los españoles tiene doble aseguramiento, o que el volumen de primas del
seguro de salud privado en el primer semestre del año pasado experimentó un
crecimiento del 3,16% frente al mismo periodo del ejercicio anterior. Abundaba
en este tema Alfonso Simón, a través de datos de Investigación Cooperativa
entre Entidades Aseguradoras (ICEA), que en junio de 2012 mostraban que el
total de asegurados había crecido un 1,06% en los 6 meses previos, alcanzando
los 10,5 millones de ciudadanos asegurados; en primas el resultado era aún
mejor, con el referido aumento del 3,16% interanual, alcanzando los 3384
millones de euros de ingresos en el primer semestre. Como indicaba Simón,
“estas compañías saben que la lentitud de respuesta en la sanidad pública, para
ciertas pruebas, consulta al especialista o intervenciones no urgentes, se
convierte en su mejor baza”. Bien lo saben los usuarios del SESCAM,
especialmente aquellos que en los últimos meses hayan recurrido a realizarse,
por ejemplo, una ecografía en una clínica privada, ante la desproporcionada
lista de espera de la sanidad pública.
Según Simón, “el motor en
las pólizas continúa siendo la contratación colectiva, la que las compañías
pagan a sus trabajadores y familiares”. Y es que “estos seguros tienen ventajas
fiscales, pues no se consideran retribución en especie hasta que no superan los
500 euros anuales por persona”. En conjunto, “unos 6,1 millones de ciudadanos
utilizan esta asistencia sanitaria, a los que se suman 1,9 millones de
funcionarios de las mutualidades como Muface…, los 1,05 millones de las
concesiones de los hospitales públicos…, y los 2,3 millones de salud dental”.
En ese suplemento se aportaban
alternativas a los recortes, en la línea de las que he expuesto en repetidas ocasiones,
en un artículo firmado por Elena Sevillano y que trataba de lo que se ha dado
en llamar “desinversión”, que no es otra cosa que dejar de hacer lo que no
sirve. Así, Ignacio Riesgo en el informe “Diez temas candentes de la sanidad
española para 2012”,
habla de “lucha contra el despilfarro”, que cifra en un 30-35%, y que clasifica
en tres tipos: “el que deriva de la conducta de los individuos (obesidad,
tabaco, falta de ejercicio), el operativo, referido a compras y procesos, y la
actividad clínica, con pruebas repetidas e innecesarias y prolongaciones
de estancias en el hospital”.
Jaume Puig-Junoy, profesor
de la de Universidad Pompeu Fabra, subraya en este sentido que “menos de lo
mismo no lleva a ninguna parte”, por lo que propone una “reforma inteligente:
dejar de gastar en tratamientos y procedimientos de escaso valor para la salud
según criterios clínicos y científicos, y pagar de forma selectiva por las
innovaciones”, “convertir en emprendedores a los que trabajan en la atención
primaria”, “pagar por tener sanos y controlados a los pacientes con problemas
de salud crónicos” y “dejar de pagar fortunas por cualquier novedad sin tener
en cuenta la aportación terapéutica”.
Sevillano subrayaba “la
necesidad de evitar el uso inapropiado de la tecnología”, y daba como ejemplo
el número de TAC y resonancias que se realizan en España por habitante y año,
superior en un 23% a la UE. En cuanto al concepto de “desinversión”, recoge un
estudio realizado por el Servicio Nacional de Salud británico, que “concluye
que podría ahorrar 500 millones de libras anuales quitándose de encima los
tratamientos menos efectivos”. En esta línea recoge algunas recomendaciones de
Puig-Junoy, entre las que quiero destacar dos: “publicar una lista con
criterios clínicos y científicos de lo que no hay que hacer” y “establecer
criterios racionales y transparentes de priorización de las listas de espera”.
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