miércoles, 13 de febrero de 2013

Privatizando (II). Alternativas



Terminaba la semana pasada con una referencia al artículo de García Vega en El País del 28 de octubre, en un suplemento sobre “Los recortes de la salud”. Según se señalaba en el mismo,  “la sanidad deja de ser un derecho universal para convertirse en una contraprestación por los años cotizados”, y se busca “excluir a ciertos colectivos y favorecer el aseguramiento privado”, en opinión del analista en comunicación Enrique Alcat y del portavoz de la Federación para la Defensa de la Sanidad Pública Marciano Sánchez Bayle, respectivamente.

Daba García Vega algunas cifras que hablan por sí solas de la buena salud de la privada, como que el 30% de los españoles tiene doble aseguramiento, o que el volumen de primas del seguro de salud privado en el primer semestre del año pasado experimentó un crecimiento del 3,16% frente al mismo periodo del ejercicio anterior. Abundaba en este tema Alfonso Simón, a través de datos de Investigación Cooperativa entre Entidades Aseguradoras (ICEA), que en junio de 2012 mostraban que el total de asegurados había crecido un 1,06% en los 6 meses previos, alcanzando los 10,5 millones de ciudadanos asegurados; en primas el resultado era aún mejor, con el referido aumento del 3,16% interanual, alcanzando los 3384 millones de euros de ingresos en el primer semestre. Como indicaba Simón, “estas compañías saben que la lentitud de respuesta en la sanidad pública, para ciertas pruebas, consulta al especialista o intervenciones no urgentes, se convierte en su mejor baza”. Bien lo saben los usuarios del SESCAM, especialmente aquellos que en los últimos meses hayan recurrido a realizarse, por ejemplo, una ecografía en una clínica privada, ante la desproporcionada lista de espera de la sanidad pública.

Según Simón, “el motor en las pólizas continúa siendo la contratación colectiva, la que las compañías pagan a sus trabajadores y familiares”. Y es que “estos seguros tienen ventajas fiscales, pues no se consideran retribución en especie hasta que no superan los 500 euros anuales por persona”. En conjunto, “unos 6,1 millones de ciudadanos utilizan esta asistencia sanitaria, a los que se suman 1,9 millones de funcionarios de las mutualidades como Muface…, los 1,05 millones de las concesiones de los hospitales públicos…, y los 2,3 millones de salud dental”.

En ese suplemento se aportaban alternativas a los recortes, en la línea de las que he expuesto en repetidas ocasiones, en un artículo firmado por Elena Sevillano y que trataba de lo que se ha dado en llamar “desinversión”, que no es otra cosa que dejar de hacer lo que no sirve. Así, Ignacio Riesgo en el informe “Diez temas candentes de la sanidad española para 2012”, habla de “lucha contra el despilfarro”, que cifra en un 30-35%, y que clasifica en tres tipos: “el que deriva de la conducta de los individuos (obesidad, tabaco, falta de ejercicio), el operativo, referido a compras y procesos, y la actividad clínica, con pruebas repetidas e innecesarias y prolongaciones de  estancias en el hospital”.

Jaume Puig-Junoy, profesor de la de Universidad Pompeu Fabra, subraya en este sentido que “menos de lo mismo no lleva a ninguna parte”, por lo que propone una “reforma inteligente: dejar de gastar en tratamientos y procedimientos de escaso valor para la salud según criterios clínicos y científicos, y pagar de forma selectiva por las innovaciones”, “convertir en emprendedores a los que trabajan en la atención primaria”, “pagar por tener sanos y controlados a los pacientes con problemas de salud crónicos” y “dejar de pagar fortunas por cualquier novedad sin tener en cuenta la aportación terapéutica”.

Sevillano subrayaba “la necesidad de evitar el uso inapropiado de la tecnología”, y daba como ejemplo el número de TAC y resonancias que se realizan en España por habitante y año, superior en un 23% a la UE. En cuanto al concepto de “desinversión”, recoge un estudio realizado por el Servicio Nacional de Salud británico, que “concluye que podría ahorrar 500 millones de libras anuales quitándose de encima los tratamientos menos efectivos”. En esta línea recoge algunas recomendaciones de Puig-Junoy, entre las que quiero destacar dos: “publicar una lista con criterios clínicos y científicos de lo que no hay que hacer” y “establecer criterios racionales y transparentes de priorización de las listas de espera”.

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