Para cerrar esta serie de artículos sobre la privatización de la
sanidad quiero hacer algunas reflexiones, que tienen que ver con la supuesta
mejor gestión de la sanidad en manos privadas.
En el reiteradamente citado (en las anteriores entregas) artículo
de Guillermo Abril y Jaime Prats en El
País del día 6 de enero, se señalaba un dato obvio: los fondos de inversión
sanitaria que están detrás de estos grupos de gestión público/privada “son la antítesis de lo que tiene que ser la gestión
sanitaria... un expolio para vender después”. Es “dinero anónimo” que, buscando
una rentabilidad inmediata, con el que avezados inversores se “apropian del
excedente… revenden y pueden dejarte la concesión patas arriba”. En ese mismo
trabajo se citaban unas palabras del exconsejero de Sanidad de Castilla-La
Mancha Fernando Lamata: “El sector sanitario puede generar beneficios a los
especuladores haciendo que crezca la expectativa de ganancia y vendiendo una
empresa a mejor precio que cuando la compró. Esto ocurre en cualquier sector de
la economía, pero en el sanitario puede hacer más daño, al debilitar una
estructura de provisión de servicios que cuesta mucho crear, pero que es fácil
destruir”.
Dónde está la supuesta rentabilidad de la gestión privada. Por una
parte en una política de gestión de personal elástica, que permite pagar
sueldos menores que en la sanidad pública. Sin embargo muchos profesionales
están altamente satisfechos, porque existen sistemas de incentivos que puede
hacer redondear jugosos sueldos. ¿Cómo se hace esto? Es sencillo: según las
tareas que uno asuma percibe “una recompensa”. Esto puede llevar fácilmente a
jornadas prolongadas más allá de lo “físicamente asumible” o a acometer tareas
en las que la capacitación pudiera ser más que dudosa.
Otro de los
rasgos que definen estos modelos es el centrarse en actividades de alta
rentabilidad, como cirugías ambulatorias o de corta estancia, así como la
asistencia obstétrica, ofreciendo “el gancho” del “confort hotelero”. Por el contrario,
las patologías complejas se derivan al sector público, cuando no son los
pacientes los que lo buscan directamente en casos cuya gravedad potencial hace
pensar en la mayor dotación científico-técnica de éste. Los modelos privados
tienden, en esta dinámica, a buscar pacientes de fuera de las regiones
sanitarias que tienen adjudicadas: dado que cobran cantidades fijas de la administración
por pacientes atendidos les interesa enormemente estas “captaciones puntuales”.
Es pues un negocio redondo.
Te dan las instalaciones, te dan los pacientes, te dan una cantidad fija por
ellos, atiendes lo que es rentable y lo que no lo mandas a la pública, y si a
pesar de todo hay pérdidas ya viene luego “papá estado” a solucionarlo con el
dinero de todos.
Los datos que aportan estas
empresas, en los que basan el supuesto abaratamiento de la gestión, no
contemplan el elemento esencial en ese contexto: la eficiencia. Es decir, lo
que debe de importarnos como ciudadanos y como usuarios (activos o potenciales)
es cuánto cuesta disponer de un determinado nivel de servicios y qué resultados
(especialmente en indicadores de salud) se obtienen. En este sentido la sanidad
pública que hemos tenido en España ha demostrado estar en los puestos de cabeza
del ranking mundial. Esos son hechos, lo demás es “venta de humo” y “pelotazos
económicos de cuatro listillos”.
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