miércoles, 23 de enero de 2013

Agotados de esperar el fin


“Agotados de esperar el fin” es el título de una canción de Ilegales, que dio título a uno de sus discos. Así estamos la mayoría de los ciudadanos de este país, a fuerza de esperar las buenas noticias sobre la situación económica, que no llegan.

Este “marasmo social” se convierte en terreno abonado para los predicadores de la salvación patria. Asusta ver la audiencia que tienen aquellos que achacan todos los males a los políticos. El espectro de puntos de vista va desde planteamientos ácratas a los de aquellos que añoran tiempos de dictadura. Motivos desde luego no faltan para hacerse mala sangre con la vida política de este país, con escándalos de nepotismo y corrupción que se suceden sin dar tiempo a asimilarlos.

Es cierto que se necesita una regeneración de la política. Y no hablo solo de los “viejos dinosaurios” como Rajoy o Rubalcaba, esa regeneración debería dejar fuera a todos aquellos que de una forma u otra han contribuido al actual estado de cosas. En particular, nadie que apoyara la reforma constitucional vergonzante en la agonía de la anterior legislatura está legitimado para asumir responsabilidades políticas en el futuro. Pero en ningún caso puedo admitir que se haga “tabla rasa” en el descrédito a todas las personas que se dedican a la política ni que se generalicen ciertos comentarios sobre las mismas.

Algunos de los lugares comunes de estos comentarios son el que la crisis la han generado los políticos, o más concretamente que la crisis la generó Zapatero, en particular, o los socialistas, en general, por todo lo que dilapidaron. Nada más lejos de la realidad. Esta es fundamentalmente una crisis financiera, o sea, generada por los bancos (obviamente las cajas de ahorro, en manos de políticos, han tenido mucho que ver, pero no deja de ser una anécdota en esta crisis del capitalismo a escala mundial). En nuestro país, la crisis ha tenido una especial gravedad debido a la especulación inmobiliaria, de forma que aparte de los bancos, hay que buscar culpables en constructoras e inmobiliarias, y también claro en los poderes locales, que a base de recalificaciones hicieron negocios, con frecuencia turbios. También otros políticos, obviamente, han contribuido a este desastre, tanto por acción como por omisión. Es la historia de la “herencia recibida”, a la que yo daría como segundo título “De cómo Aznar potenció la disponibilidad de suelo urbanizable sin cortapisas, fomentando junto a sus secuaces regionales y municipales pelotazos sin fin, con las comunidades de Madrid, Valencia o Baleares como buque insignia de este desastre”. Zapatero debió corregir este “sin dios”, pero prefirió dejarlo correr, con el resultado de todos conocido.

¿La solución es que no haya políticos? Mejor en todo caso que no haya banqueros o constructores, ¿no? Aunque probablemente de lo que se trate es que cambien sus modos de actuar. También podríamos pensar que no todos los banqueros o constructores son iguales… como tampoco todos los “vicios” que se achacan a los políticos son generalizados. Hay en ese afán de generalización una intención clara de desprestigiar la democracia, adornada con frecuencia con relatos de la más variopinta imaginación, sobre lo que hacen los diputados en el Congreso o los sueldos “astronómicos” que se autoadjudican.

Cuidado con los deseos, que se pueden cumplir. En Castilla-La Mancha, de momento, se ha suprimido el sueldo de los parlamentarios regionales. Semejante barbaridad solo sirve para, una de dos, o que solo puedan dedicarse a la política los ricos, o quien aspire a hacer dinero aprovechándose de la actividad política (generalmente van a coincidir las dos circunstancias: véase el claro ejemplo de Cospedal&Del Hierro, C.B.).

Yo no quiero un país sin políticos. Ya lo conocí, aquel país de tonos grisáceos, de “caspa” y ruindad, en el que los que se dedicaban a la política eran los adictos al régimen. Esos sí que se lucraban sin cortapisas. Los políticos de verdad estaban en la cárcel o en el exilio. Ojalá nunca más tengamos que pasar por ahí. 

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